Vidas encarriladas
Sobre los cuerpos pesados de Juan Dias
“Blanco y negro, qué otra cosa podía ser.
Es que ningún otro color podría ser más “realista”,
Estar “más cerca de la realidad”.
Win Wenders en Los píxeles de Cézanne
Durante muchos años viajé todos los días en el tren Roca, cuando todavía se respiraba olor a diésel y el frío se colaba por todos lados. El chiflido solo era un consuelo en verano, mientras la formación estuviera en movimiento. Eran casi dos horas de viaje porque rara vez los trenes salían y llegaban a horario. El motorman nunca sabía con qué podía toparse: un suicidio, un piquete, una barrera rota, el paro de sus compañeros ferroviarios. Los viajes estaban llenos de tiempo muerto y, como no existían los teléfonos celulares, nadie podía escaparse. El viaje en tren se convertía en una experiencia antropológica y filantrópica forzosas. Las dos cosas iban juntas. Se viajaba gratis, pero la colaboración era obligatoria. El emputecimiento del país era proporcional a la cantidad de vendedores ambulantes, artistas cantores y gente mendigando arriba del tren o en sus alrededores. El viaje en tren era el mejor tester de violencia, la manera de tomarle el pulso a la gran ciudad, cada vez más voraz, más veloz, implacable. Y de alguna manera lo sigue siendo, solo que ahora se viaja más rápido, con menos frio o calor y, además, existen celulares. Es decir, cada uno de los pasajeros puede abstraerse y aislarse del entorno. La tecnología refuerza la habitual indolencia, pero amplía los márgenes de tolerancia de los viajeros. Cuando la vida se convierte en una cinta de moebius que nos traslada de casa al trabajo y del trabajo a la casa, pero cuando ese trabajo no es un empleo sino una changa, y la gente viaja apretada como vacas, la tecnología puede ser una salida de emergencia, la manera de no prestar atención al tufillo que se concentra y hede, una manera de alienación que les impide o evade de romper todo.
Las máquinas oprimen los cuerpos de los vivos. Hablamos de adminículos portátiles que tienen la capacidad de encorvar a los cuerpos, hipnotizarlos, doblegarlos. Cuerpos torcidos y pesados, que se fueron llenando de información inútil. Porque ni siquiera los reels les devolverá la sonrisa o esa sonrisa durará lo que dure un videíto de Tik-Tok. Las frustraciones y el cansancio se averiguan en la mirada perdida, esos instantes que se toman los usuarios cuando levantan la vista para descansarla después de tanto estímulo visual. Tecnologías dispuestas para transitar la espera, el tiempo de espera, que impone la pobreza y el mal vivir en la gran ciudad. Se sabe, las largas colas son una manera de reproducir las desigualdades sociales. Se hacen colas porque se es pobre y se es pobre porque se hacen colas. Colas para subir al tren, para tomarse el bondi, para bajar al subte; colas en el banco, en la delegación municipal, en los consultorios del hospital, en la oficina de Estado. El celular no es un salvoconducto, pero puede convertirse en el mejor aliado, la manera de anular el tiempo, de soportar los plantones que imponen las ciudades fragmentadas. Mientras queden datos, nos mantendremos alejados de la pesadilla que, en vivo y en directo, se monta a nuestro alrededor. El celular es la forma de pasar el rato, de convertir el tiempo de espera en una conversación interminable que gira en loop, la oportunidad de hacer que la espera se haga ligera, menos pesada, agotadora.
Las fotografías de Juan Días son la mejor prueba. La gente viaja mal, vive mal, soporta y no estalla. Juan salta de un tren al subte, de un tren a otro tren, o del subte a un bondi. La vida de Juan está hecha de transportes públicos. Juan se mueve como un cazador furtivo capturando las imágenes que se le presentan a cada rato. Y las imágenes, nos dice Juan, son un montón, llegan en cadena, sobran, están a la distancia de cualquier dispositivo fotográfico.
Juan quiere retratar el peso que oprime como una pesadilla el cuerpo de estos vivos, de los viajeros amontonados, la gente aferrada al tren, los comensales que eligieron el tiempo de espera para llenar la panza en la calle.
El andén o el vagón del tren, el pasillo de un bondi o el subte, pueden convertirse en el mejor laboratorio para explorar el mundo con el que nos medimos todos los días. Juan hizo de la fotografía una manera de detener el tiempo, una duración que se repite como tragedia, como parodia, y otra vez como tragedia, imagen tras imagen, en una secuencia infinita.
Lo que vemos en las imágenes tomadas por Juan son cuerpos pesados, pero no abatidos; encorvados, pero no tirados. Hay cuerpos tirados también, los que elegimos no ver, esos mismos que Juan elige convertirlos en una foto que dure para siempre antes que lo levante un patrullero o una ambulancia para dejarlos arrumbados vaya uno saber dónde. Porque si hay pobreza que no se note, o no se note tanto. No le quedan muchos días en el planeta tierra, pero la imagen lo sobrevivirá.
Los cuerpos enfocados por Juan son los cuerpos pesados, cargados de penas, cinchando emociones políticamente incorrectas, tentados de mandar a todos a la mierda. Si no fuera por esa ancla que llevan a todos lados en sus bolsillos, la vida estallaría por los aires. Cuerpos cansados y pasados de rosca. Pero mientras haya internet seguirán manijas, metidos para dentro, reconcentrados, casi perdidos, pero siempre atentos a la próxima estación. Cuerpos amontonados pero solos; apretados, pero desenganchados; desconectados, pero sincronizados; resentidos, aunque indolentes. Agarrados al salvavidas que les permite mantenerse encima de la línea de flotación. Pesados, pero aferrados a las lucecitas que los distrae del mundo que se les escapa.
Los cuerpos pesados marchan solos, como si estuvieron montados encima de una pista escaletrix, cuerpos que van con las horas contadas, que viajan en silencio y llenos de malhumor, rumiando preocupaciones que averiguamos en la desfiguración de sus rostros o en la velocidad de las cosas. Porque las fotografías están hechas, además, para captar la aceleración de una realidad cada vez más fugaz, efímera.
Hay más, mucho más. Porque caminar por la gran ciudad es estar preparado para ser asaltado por las cámaras de vigilancia. La desconfianza se respira en el ambiente. Un paso en falso y tendremos encima a la policía requisándonos, haciendo las preguntas de rigor. Un paso en falso, un movimiento confuso, y terminaremos con un balazo en la cabeza. Los vecinos están alertas y dispuestos a pasar a la acción.
Caminar por la gran ciudad se hace cuesta arriba, no solo seremos asediados por centenares de zombis y vendedores ambulantes, sino que debemos aprender a esquivar la basura, a bajar la mirada antes de ser tomados por un nuevo golpe bajo que imponga la caridad.
Juan toma nota de los clises que van sitiando nuestro universo hasta convertirlo en una pasarela que se va estrechando con la noche. Somos consumidores fallidos, siempre tentados, pero flojitos de billetes. Una vida interpelada o hablada con frases hechas que no conducen a ningún lado pero que, fuera de contexto, invitan a la risa y la reflexión.
No se trata de estetizar el tedio o devolver la belleza a la vida difícil. Se trata de recortar un objeto para exponerlo, interrogarlo y luego dejarlo descansar, evitando que nos dobleguen, confundan y devasten las experiencias colectivas. Los conjuros que trama Juan a través de la fotografía son la apuesta a seguir despierto, para que las tecnologías de vigilancia, cada vez más sofisticadas y más invasivas, no pasen a formar parte del paisaje. Sacar las cosas de quicio para que esplendan, y su resplandor nos devuelva el sentido más profundo, casi secreto, que se nos escurre frente a aquellas miradas que eligieron dejar de ver. Porque los objetos aprendieron a camuflarse y nos suelen pasar desapercibidos.
Hablamos de imágenes asfaltadas, pero también imágenes acristaladas, llenas de brillos, imágenes, entonces, con contrastes. Juan no es un voyeur ni el testigo discreto, es uno de los tantos viajeros que eligió la fotografía para seguir batallando en un mundo donde la velocidad es una forma de eludir cualquier compromiso. Las imágenes que captó Juan son la mirada piadosa de una sociedad que ya no sabe y no tiene ganas de saber cómo podemos vivir juntos.